Aunque mis padres eran ateos, se consideraban musulmanes. Yo me hice musulmán tras la caída de la Unión Soviética, cuando la religión volvió a permitirse. Algunos de mis parientes me dijeron que me estaba volviendo cada vez más fanático.
Pero entonces mi hermana aceptó a Jesús como su Salvador y cuando nos comunicó su decisión, todos nos opusimos a ella. ¡Qué vergüenza para nuestra familia musulmana! La presionamos y yo incluso llegué a pegarle una vez. Mientras estuve fuera de casa en el ejército, la fe de mi hermana maduró y se hizo más valiente. Cuando volví me sorprendió la confianza con la que mi hermana compartía acerca de Jesús, pero sus palabras no me decían nada. Yo la veía como una traidora.
Un día mi hermana me invitó a unos cursos gratuitos de inglés. Me di cuenta de inmediato que las personas que ofrecían los cursos probablemente serían misioneros, pero me daba igual. Quería aprender inglés para poder encontrar un buen trabajo o emigrar a Occidente para tener una vida mejor. Después de las clases de inglés se nos invitó a quedarnos a unos estudios bíblicos. Después de un tiempo empecé a quedarme y discutíamos a menudo: Yo argumentaba que Jesús era sólo un profeta; ellos estaban convencidos de que era Dios. Algo que me impresionó fue el amor que mostraban. Yo a veces faltaba al respeto pero siempre me sentía aceptado.
Después de asistir a este grupo regularmente durante un año, decidí leer el evangelio. Quería probarles a estos “cristianos perdidos y engañados” que Jesús no era un Dios, sino sólo un profeta. Así que empecé a leer y muy a mi pesar disfruté con la lectura. Todos los días volvía a casa corriendo desde el trabajo para seguir leyendo. Todo iba bien hasta que leí Juan 14:6: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie llega al Padre sino por mí”. Esta declaración me impactó. ¿“Nadie”? ¿Y los musulmanes? Entonces, ¿qué debo hacer? Deseaba que Jesús no hubiera dicho eso…
Entendí que tenía que tomar una decisión. Esta fue mi primera oración a Jesús: “Jesús, si realmente eres un Dios, házmelo saber y te seguiré”. Pasó algún tiempo y sentía una paz que nunca había sentido antes. Acepté a Jesús como mi Salvador. No se lo conté a nadie durante unos dos meses. Cuando se lo conté a mi hermana, me dijo con alegría: “¡Sabía que ocurriría! He estado orando por ti durante todos estos años”. Esto ocurrió en el año 2001 y he andado con el Señor desde entonces.
El autor trabaja como voluntario en el ministerio de IFES.